Hilo negro es una columna publicada en Literal. Latin American Voices
EL FORMATO
25 de junio de 2015 Así como algunas personas tienen miedo a las alturas o las arañas, yo tengo un pavor religioso a los formatos. Mi infierno —lo sé desde ahora—, estará lleno de copias, hojas rosas y azules con números y datos que conforman una identidad, la mía, creada por la burocracia: una identidad que, desde luego, no es la mía. En los círculos dantescos vagaré buscando algún papel extraviado, cuya ausencia en mis documentos probatorios me confinará a un círculo más severo, lleno de los papeles perdidos de los otros, esos que, como yo, tienen tanto miedo del formato que una vez obtenido lo extravían, pues su presencia es una prueba contagiosa de la perversidad de los hombres grises, legisladores del mundo. Siempre, un nuevo formato requiere de otro, de la presentación de otro, ése que perdiste. No sé cuándo exactamente inició esta fobia, pero sí sé que es paralizante. En los últimos quince años me ha convertido en un nudo ciego: me aterroriza tanto que he preferido esconderme, pues no hay nada más dañino para el alma que enfrentarse con un burócrata: no sólo porque siempre pierdes, sino porque siempre pierdes algo más de ti: el burócrata, como el fantasma, se alimenta de tu miedo: entre más temor o enojo expreses frente a él, mayor será su poder y el tuyo habrá disminuido proporcionalmente. Crece ante tus ojos como las sudorosas pesadillas de la infancia: una fila de seres idénticos, sin rostro, parados frente a una ventanilla donde alguien habla un lenguaje incomprensible, lleno de fórmulas. El propósito de cualquier formato es demostrar que tú eres tú, aunque sólo representes un número, una letra que solicita algo. En la aprobación de esa solicitud se cifra su poder y tu previsible desastre. En el formato se funden tus deseos, tus esperanzas, incluso tu alimento y el de tus hijos. Por eso el formato es la antesala del dios más vengativo: el ser en cuyos múltiples ojos asoma la parda mirada del resentimiento. Es un resentimiento justificado, por cierto. En la cadena burocrática el acenso no está exento de humillaciones y sólo algunos, muy pocos, alcanzarán la cúspide. He enfrentado al formato con las armas precarias que mi genética dispuso. La obsesiva, enfermiza, enseñanza materna de atender los cuestionarios y responder exactamente lo que se me pregunta, me ha conducido a una playa de erizos: la absoluta falta de sentido común. El formato, el que sea, siempre pregunta cosas absurdas que implican respuestas similares. Si uno contesta atendiendo a la gramática, regresa al último lugar de la fila. Me ha ocurrido incontables ocasiones y mis respuestas siempre producen una mirada de fastidio, como si yo fuera una idiota que no entendiera. Y es verdad: no entiendo. Es tanto el pavor que me provoca que lleno mil veces el mismo formato porque mi mano suda, tiembla e invariablemente se equivoca. Y uno no puede aprender de sus errores porque el revisor de formatos es una hidra impenetrable. En alguna ocasión discutí la nacionalidad de mi hijo. Yo escribí: mexicana. La señorita tachó mi respuesta y dijo: mexicano. La siguiente vez pensé: “no me vuelve a ocurrir”. Escribí: mexicano. Nuevamente volví al final de la fila por analfabeta. Hay otras preguntas que suponen una revisión de índole moral. En un viaje de regreso de Bogotá, luego de librar innumerables retenes por donde pasé temblando, abordé al fin el avión. Me dieron la papeleta de la aduana. La revisé y contesté lo mejor que pude hasta que llegué a una pregunta insidiosa: “¿Transporta usted algún tipo de semilla?” Si decía que no, pasaba a la pregunta 20. Si decía que sí, debía explicar las circunstancias de mi cargamento. Todas aterradoras, pensé, y ya me imaginaba tras las rejas. El café que traía, molido, ¿podía considerarse una semilla? Fueron las peores cinco horas de mi vida y mentí. Me obligaron a mentir y al llegar a México me acerqué al último retén mirando con cara de evidente culpabilidad a los perros que husmeaban las maletas y a los agentes aduanales, de soslayo, justo como en la secundaria desviaba la vista hacia la ventana cada vez que el maestro preguntaba algo. Una especie de asfixia se apoderó de mí, ahogo que terminó en vómito en cuanto pude salir del aeropuerto. Dejé de viajar. Aunque nadie lo entienda, por causas similares, dejé de manejar. No tengo tanto miedo de los accidentes como de los formatos que me vería obligada a llenar en la aseguradora, en caso de un percance. Sin embargo, sigo pagando puntualmente mi seguro. En los últimos meses, el dios de la desconfianza, el terrible dios de la burocracia y los papeles extraviados, ha hecho de mí su presa. No sólo tuve que presentar los interminables y ociosos documentos que prueban que en mi universidad sí hago lo que hago; preparar mi declaración ante el SAT o buscar, infructuosamente, los papeles para la pensión de mi padre. Además de esas labores —humillantes por donde se les vea—, debía obtener visas de recreo o estudio para mis hijos. Los formatos, ahora, debían llenarse en inglés y alemán, pero el idioma “formato” ya es universal. Después de una angustia que fue minando progresivamente mis dudosas capacidades, obtuve al fin las visas y mientras padezco en forma anticipada la ausencia de mis hijos, no dejo de pensar que el propósito de los hombres grises, los sin rostro, es que nosotros tampoco lo tengamos. Que seamos una masa, un número: una igualdad amorfa que recita en formato. |
AUTOCENSURA
20 de febrero de 2015
Advertencia: lo señalado entre corchetes está tachado en el original.
“La verdad, aunque sea motivo de escándalo”, fue la divisa de mi abuela materna hasta que se murió de una hemorragia fulminante, un 14 de febrero, sin tiempo para decir ni pío. Con esa frase nos persiguió, chancla en mano, a mis primos y a mí toda la infancia, aderezando el proyectil con su otra frase favorita: “Al pan, pan. Al vino, vino”. Para nosotros, sus palabras se volvieron valiosas [enseñanzas] saberes y han sido un clavo ardiente en mi vida, motivo de innumerables descalabros que me llevaron en un tiempo relativamente corto a pensar en la conveniencia de cambiar de profesión e incluso de país. El reconocimiento de esta anomalía fue súbito, pero se gestó diez largos años, durante los cuales yo no entendía las razones de mi incapacidad para adaptarme a las circunstancias que me rodeaban.
Todo empezó cuando cambié mi lugar de residencia o al menos eso creí algo más de un lustro. Apenas el camión de la mudanza se alejó de nuestra vista, salimos a buscar algo para comer. En el trayecto, el anuncio gigantesco de un hotel maravilloso en la playa —a menos de una hora de nuestra nueva ciudad—, entusiasmó a mi hija, que había llorado cuatro horas en la carretera y lloraría algunos años más por la pérdida de sus amigos. Decidimos ir al mar la semana siguiente, pero no abundaré: era un hotel [de quinta], [emergente], de reciente creación, aunque por las imágenes del “espectacular” podía haber competido con algún Resort de la Riviera Maya. Lo increíble es que los dueños también lo habían colocado a la entrada del hotel y cuando salimos de allí pude leer lo que en el costado inferior se advertía: “Las imágenes en nuestra publicidad son meramente ilustrativas. Las características del hotel pueden variar”. No seguiré hablando de la idiosincrasia de estos lares. Todos tenemos nuestro Cuévano, pero no todos somos Ibargüengoitia.
Fue en mi trabajo donde pude advertir que expresar la verdad, o lo que yo creía que era la verdad, no era conveniente. Debí permanecer callada, pues todo lo que decía era mal interpretado o se consideraba un insulto. Después de varios años de mutismo, interrumpidos por exabruptos de ingratas consecuencias, algunos de mis compañeros me consideraron apta para realizar tareas de evaluación y me invitaron a dictaminar [los ensayos] las ponencias que se presentarían en un congreso internacional. Ya en otro momento había sufrido la ley del hielo por expresar, escandalizada, mi asombro ante ciertas prácticas que yo desconocía: “¿Para ir a un congreso tengo que pagar para que me escuchen y no al revés?”, pregunté en aquella ocasión. Todos me vieron con la cara de condescendencia, de mal simulado aborrecimiento, que la academia regala a cualquier escritor que ose trabajar dentro del claustro. Yo ni siquiera era novelista. Tenía todas las de perder y no volví a [preguntar] formular ese tipo de cuestiones. Pero cuando me pidieron que elaborara los dictámenes, sentí que ya había pasado la prueba, ya había “pagado mi cuota” -como ellos mismos aseguran-, y alegremente expresé mi opinión durante la junta colegiada. “Este trabajo es un asco”, dije. Perdí en un segundo todo lo que había ganado. Debía argumentar articular mi “impresionismo”. Como si no requiriera de mayor explicación y fuera algo evidente, les leí el título de la ponencia, que se llamaba
FALSA LUZ DE LUNA
EL EMPODERAMIENTO DEL PERSONAL DE SERVICIO FEMENINO EN LA NOVELA
LATINOAMERICANA ALBISECULAR
(Construcción del sujeto femenino y prácticas del discurso heteronormativo en el plano ficcional)
Mi gesto pasó inadvertido. Todo ocurrió rápidamente y sin darme cuenta me vi involucrada en una discusión absurda. De nada sirvió que expresara mi respeto por las mujeres, mi imposibilidad de despreciar a los grupos marginales pues —entre muchas otras razones, relativas a las varias minorías a las que pertenezco— yo era mitad [negra] afroamericana, mitad [india] habitante de los pueblos originales. Finalmente, ofrecí disculpas por mi fallida expresión y aseguré que mis palabras no tenían un trasfondo ideológico ni pretensiones hegemónicas; que lo único relevante para mí era destacar la pobreza del lenguaje en aquella ponencia… Me detuve por temor a equivocarme de nuevo. Clamé por un poco de sentido común. Craso error. En mi profunda ignorancia, desconocía que el sentido común también está en la picota, acusado de crímenes de lesa humanidad.
Todo eso pensé cuando fui invitada por una [conocida] emblemática institución educativa para participar en el homenaje a [un notable poeta] intelectual paradigmático del siglo XX. Allí no debía pagar para que me escucharan una cuota de recuperación y acepté asistir. Antes de que se inaugurara, conversé con dos amigos colegas y les expuse mi triste situación. Quería trabajo, en Estados Unidos o en Canadá, donde ellos viven. Me dijeron que sí, que podían ayudarme, pero les interesaba conocer las razones de mi descontento. Entonces narré mis desventuras: estaba cruzando un amargo túnel de incertidumbre pues me habían acusado, ante a los tribunales relativos, por juzgar deficiente la escritura de un alumno [estudiante] [alumno] estudiante. Susurrando, me confiaron que en su universidad esos eran asuntos espinosos muy sensibles. Incluso, sus programas de estudio debían contener una leyenda donde se explicara que algunas de las lecturas propuestas para el curso (justamente las del intelectual paradigmático sobre el que en pocos minutos hablaríamos) podían ser ofensivas para algunos lectores.
A partir de entonces he intentado [corregirme] reformularme, traducir mis palabras infames, [mirarme a mí misma] visualizarme como otra, pero no lo consigo y mis escritos cojean en forma lamentable. Escribo y hablo con miedo. La responsable es mi abuela, me justifico en vano, y entonces la recuerdo regañándonos: “las cosas como son”; pero, ¿cómo son?
Por supuesto, ella nunca leyó a Wallace Stevens. Para animarme un poco, transcribo un fragmento de aquel [hermoso] emblemático poema que un día, tal vez, podrá ser ofensivo para alguien y que yo no sabré traducir “correctamente”:
Poetry is the subject of the poem,
From this the poem issues and
To this returns. Between the two,
Between issue and return, there is
An absence in reality,
Things as they are. Or so we say.
But are these separate? Is it
An absence for the poem, which acquires
Its true appearances there, sun’s green,
Cloud’s red, earth feeling, sky that thinks?
From these it takes. Perhaps it gives,
In the universal intercourse.
20 de febrero de 2015
Advertencia: lo señalado entre corchetes está tachado en el original.
“La verdad, aunque sea motivo de escándalo”, fue la divisa de mi abuela materna hasta que se murió de una hemorragia fulminante, un 14 de febrero, sin tiempo para decir ni pío. Con esa frase nos persiguió, chancla en mano, a mis primos y a mí toda la infancia, aderezando el proyectil con su otra frase favorita: “Al pan, pan. Al vino, vino”. Para nosotros, sus palabras se volvieron valiosas [enseñanzas] saberes y han sido un clavo ardiente en mi vida, motivo de innumerables descalabros que me llevaron en un tiempo relativamente corto a pensar en la conveniencia de cambiar de profesión e incluso de país. El reconocimiento de esta anomalía fue súbito, pero se gestó diez largos años, durante los cuales yo no entendía las razones de mi incapacidad para adaptarme a las circunstancias que me rodeaban.
Todo empezó cuando cambié mi lugar de residencia o al menos eso creí algo más de un lustro. Apenas el camión de la mudanza se alejó de nuestra vista, salimos a buscar algo para comer. En el trayecto, el anuncio gigantesco de un hotel maravilloso en la playa —a menos de una hora de nuestra nueva ciudad—, entusiasmó a mi hija, que había llorado cuatro horas en la carretera y lloraría algunos años más por la pérdida de sus amigos. Decidimos ir al mar la semana siguiente, pero no abundaré: era un hotel [de quinta], [emergente], de reciente creación, aunque por las imágenes del “espectacular” podía haber competido con algún Resort de la Riviera Maya. Lo increíble es que los dueños también lo habían colocado a la entrada del hotel y cuando salimos de allí pude leer lo que en el costado inferior se advertía: “Las imágenes en nuestra publicidad son meramente ilustrativas. Las características del hotel pueden variar”. No seguiré hablando de la idiosincrasia de estos lares. Todos tenemos nuestro Cuévano, pero no todos somos Ibargüengoitia.
Fue en mi trabajo donde pude advertir que expresar la verdad, o lo que yo creía que era la verdad, no era conveniente. Debí permanecer callada, pues todo lo que decía era mal interpretado o se consideraba un insulto. Después de varios años de mutismo, interrumpidos por exabruptos de ingratas consecuencias, algunos de mis compañeros me consideraron apta para realizar tareas de evaluación y me invitaron a dictaminar [los ensayos] las ponencias que se presentarían en un congreso internacional. Ya en otro momento había sufrido la ley del hielo por expresar, escandalizada, mi asombro ante ciertas prácticas que yo desconocía: “¿Para ir a un congreso tengo que pagar para que me escuchen y no al revés?”, pregunté en aquella ocasión. Todos me vieron con la cara de condescendencia, de mal simulado aborrecimiento, que la academia regala a cualquier escritor que ose trabajar dentro del claustro. Yo ni siquiera era novelista. Tenía todas las de perder y no volví a [preguntar] formular ese tipo de cuestiones. Pero cuando me pidieron que elaborara los dictámenes, sentí que ya había pasado la prueba, ya había “pagado mi cuota” -como ellos mismos aseguran-, y alegremente expresé mi opinión durante la junta colegiada. “Este trabajo es un asco”, dije. Perdí en un segundo todo lo que había ganado. Debía argumentar articular mi “impresionismo”. Como si no requiriera de mayor explicación y fuera algo evidente, les leí el título de la ponencia, que se llamaba
FALSA LUZ DE LUNA
EL EMPODERAMIENTO DEL PERSONAL DE SERVICIO FEMENINO EN LA NOVELA
LATINOAMERICANA ALBISECULAR
(Construcción del sujeto femenino y prácticas del discurso heteronormativo en el plano ficcional)
Mi gesto pasó inadvertido. Todo ocurrió rápidamente y sin darme cuenta me vi involucrada en una discusión absurda. De nada sirvió que expresara mi respeto por las mujeres, mi imposibilidad de despreciar a los grupos marginales pues —entre muchas otras razones, relativas a las varias minorías a las que pertenezco— yo era mitad [negra] afroamericana, mitad [india] habitante de los pueblos originales. Finalmente, ofrecí disculpas por mi fallida expresión y aseguré que mis palabras no tenían un trasfondo ideológico ni pretensiones hegemónicas; que lo único relevante para mí era destacar la pobreza del lenguaje en aquella ponencia… Me detuve por temor a equivocarme de nuevo. Clamé por un poco de sentido común. Craso error. En mi profunda ignorancia, desconocía que el sentido común también está en la picota, acusado de crímenes de lesa humanidad.
Todo eso pensé cuando fui invitada por una [conocida] emblemática institución educativa para participar en el homenaje a [un notable poeta] intelectual paradigmático del siglo XX. Allí no debía pagar para que me escucharan una cuota de recuperación y acepté asistir. Antes de que se inaugurara, conversé con dos amigos colegas y les expuse mi triste situación. Quería trabajo, en Estados Unidos o en Canadá, donde ellos viven. Me dijeron que sí, que podían ayudarme, pero les interesaba conocer las razones de mi descontento. Entonces narré mis desventuras: estaba cruzando un amargo túnel de incertidumbre pues me habían acusado, ante a los tribunales relativos, por juzgar deficiente la escritura de un alumno [estudiante] [alumno] estudiante. Susurrando, me confiaron que en su universidad esos eran asuntos espinosos muy sensibles. Incluso, sus programas de estudio debían contener una leyenda donde se explicara que algunas de las lecturas propuestas para el curso (justamente las del intelectual paradigmático sobre el que en pocos minutos hablaríamos) podían ser ofensivas para algunos lectores.
A partir de entonces he intentado [corregirme] reformularme, traducir mis palabras infames, [mirarme a mí misma] visualizarme como otra, pero no lo consigo y mis escritos cojean en forma lamentable. Escribo y hablo con miedo. La responsable es mi abuela, me justifico en vano, y entonces la recuerdo regañándonos: “las cosas como son”; pero, ¿cómo son?
Por supuesto, ella nunca leyó a Wallace Stevens. Para animarme un poco, transcribo un fragmento de aquel [hermoso] emblemático poema que un día, tal vez, podrá ser ofensivo para alguien y que yo no sabré traducir “correctamente”:
Poetry is the subject of the poem,
From this the poem issues and
To this returns. Between the two,
Between issue and return, there is
An absence in reality,
Things as they are. Or so we say.
But are these separate? Is it
An absence for the poem, which acquires
Its true appearances there, sun’s green,
Cloud’s red, earth feeling, sky that thinks?
From these it takes. Perhaps it gives,
In the universal intercourse.
RAZONES AJENAS A LA LITERATURA
20 de febrero de 2015
Por razones que no viene a cuento mencionar, ajenas a la literatura, durante un año he pasado el sesenta por ciento de mi tiempo acostada en la cama. He visto surgir las sombras del día a través de la ventana de mi cuarto, con el cerebro absorto en la inmensidad de una nada a veces colorida. Aunque no estoy enferma, el cuerpo me duele pues la carne no está hecha para esos abandonos prolongados y se rebela en forma de punzadas o de algo que ahora llaman (me han dicho, pero no he querido comprobarlo) fibromialgia. “Simple y llana tristeza”, pienso, y al hacerlo recuerdo aquel maravilloso ensayo de Salvador Elizondo, donde asegura que “la tristeza ha perdido el dominio de la literatura no así el del alma”. No sé si hoy podamos hablar del alma. Muchos cuestionarán su existencia, incluso en literatura. A lo mejor no existe, pero la tristeza vive allí.
Los periodos de tristeza prolongada fueron, en otro tiempo, propicios para la lectura. En un momento similar al que hoy me aqueja, cuando no existían la fibromialgia o la depresión como causas clínicas, pasé largos meses de mi adolescencia sentada bajo una jacaranda. Ahora pienso que nunca fui más feliz. Leí toda la obra de Zola, a Henry James completo, a Lawrence Durrell… Pocas cosas me emocionaron más que La montaña mágica. No por la presencia de Settembrini o de Naphta, sino por ciertos apuntes mínimos de la vida de Hans Castorp en el sanatorio.
La memoria lo borra todo y la cama, mi cancerbero fiel, me impide acercarme hasta el libro para verificar si Castorp describe con morbosa precisión la forma en que debía doblarse una manta sobre las rodillas o si, como lo recuerdo, se enamoró perdidamente de una rusa, Madame Chauchat, no por sus conversaciones sino por la placa que los médicos habían tomado de sus pulmones enfermos. Yo no leía para entender los procesos narrativos, las estrategias del autor, las prácticas del campo cultural, ni nada de eso. Como lectora, no me pensaba a mí misma en términos de “subjetivaciones-desubjetivaciones”… Leía para sentir nostalgia de lo que nunca había vivido.
Me volví una devota de Thomas Mann y sufrí lo indecible cuando vi Muerte en Venecia en su versión cinematográfica. Todo iba bien hasta que apareció Dirk Bogarde destruyendo a Von Aschenbach, en aquella escena terrible del maquillaje. Lo peor de todo fue la imagen final de Tadzio, señalando un punto del horizonte: una de las escenas más cursis de la historia del cine, en mi modesta opinión. Sólo Mahler y la prodigiosa fotografía salvaron aquel asunto. Me molestaba que eligieran por mí la voz, el aspecto, el comportamiento de los personajes que eran, de algún modo, míos. Me indignó que la cinta sugiriera de forma tan evidente lo que debía entender o sentir. No me importaba nada que el director fuera Visconti: yo seguía siendo adolescente y en la adolescencia esas cosas ocurren. Con el paso del tiempo modifiqué mi opinión sobre la película, pero había perdido la novela. Ahora, cuando pienso en ella mi memoria rescata la música de Mahler, la entrada admirable al puerto de Venecia y, después, las escenas del maquillaje y el adolescente erguido junto al mar.
La estocada final ocurrió años más tarde, cuando un profesor recién egresado de Yale y avecindado en la UNAM, me dio un curso sobre Doktor Faustus. Recuerdo vagamente que en esa época estaban de moda en la facultad Lyotard, Hayden White, el rizoma y no sé qué tantas teorías más que emergían de la boca de mi profesor brasileño como si él fuera un muñeco de ventrílocuo. Un profesor muy simpático, por cierto, que cambiaba de anteojos cada clase, a fin de que el color del armazón coincidiera con el de sus zapatos. El caso es que tuve que leer un semestre completo intrincados apuntes y teorías que aplastaban, literalmente, al pobre profesor Zeitblom y a Leverkühn bajo el peso de largas disertaciones —en francés, inglés, italiano y portugués— que aparecían, pensaba yo, como salidas de la canasta de un embaucador extravagante. Yo era muy joven entonces pero tenía la sensación de que me estaban robando algo irrecuperable.
Durante mi ya larga estancia en la cama no he podido leer más que poesía. No porque intente sentir nostalgia sino respirar, diría en uno de esos arranques líricos que me produce la inmovilidad forzada. En mi descargo —y para legitimar mi pensamiento y mi respiración—, recuerdo que estudios científicos demuestran que leer poesía es mejor que leer libros de autoayuda, según constataron investigadores de una universidad británica. Admito, sin embargo, que leer sólo poesía está mal, pues por razones ajenas a la literatura me volví profesora de literatura y un profesor debe estar al tanto de todo, conocer las últimas novedades teóricas y críticas; establecer “líneas de generación y aplicación del conocimiento”; “socializar los saberes, mediante estrategias que promuevan la horizontalidad del discurso y no la verticalidad de las prácticas docentes”, entre otras recomendaciones que son políticas, que son manuales, que son formatos, que es un tabulador y no una rosa pues, ya se sabe: “Una rosa es una rosa es una rosa”. No hay una sola palabra en esos manuales intrincados que hable del entusiasmo. No hay una sola referencia —ni en ellos, ni en los sesudos informes de investigación que leo a menudo—, donde la nostalgia por lo que nunca vivimos tenga un sitio.
No sé si hoy podamos hablar del alma. Muchos refutan su existencia con incontestables legajos científicos. Comprendo entonces que mientras el alma no se legitime o se re-legitime (para estar a tono con el re que distingue nuestra era), mi tristeza no tiene lugar, ni mi nostalgia.
20 de febrero de 2015
Por razones que no viene a cuento mencionar, ajenas a la literatura, durante un año he pasado el sesenta por ciento de mi tiempo acostada en la cama. He visto surgir las sombras del día a través de la ventana de mi cuarto, con el cerebro absorto en la inmensidad de una nada a veces colorida. Aunque no estoy enferma, el cuerpo me duele pues la carne no está hecha para esos abandonos prolongados y se rebela en forma de punzadas o de algo que ahora llaman (me han dicho, pero no he querido comprobarlo) fibromialgia. “Simple y llana tristeza”, pienso, y al hacerlo recuerdo aquel maravilloso ensayo de Salvador Elizondo, donde asegura que “la tristeza ha perdido el dominio de la literatura no así el del alma”. No sé si hoy podamos hablar del alma. Muchos cuestionarán su existencia, incluso en literatura. A lo mejor no existe, pero la tristeza vive allí.
Los periodos de tristeza prolongada fueron, en otro tiempo, propicios para la lectura. En un momento similar al que hoy me aqueja, cuando no existían la fibromialgia o la depresión como causas clínicas, pasé largos meses de mi adolescencia sentada bajo una jacaranda. Ahora pienso que nunca fui más feliz. Leí toda la obra de Zola, a Henry James completo, a Lawrence Durrell… Pocas cosas me emocionaron más que La montaña mágica. No por la presencia de Settembrini o de Naphta, sino por ciertos apuntes mínimos de la vida de Hans Castorp en el sanatorio.
La memoria lo borra todo y la cama, mi cancerbero fiel, me impide acercarme hasta el libro para verificar si Castorp describe con morbosa precisión la forma en que debía doblarse una manta sobre las rodillas o si, como lo recuerdo, se enamoró perdidamente de una rusa, Madame Chauchat, no por sus conversaciones sino por la placa que los médicos habían tomado de sus pulmones enfermos. Yo no leía para entender los procesos narrativos, las estrategias del autor, las prácticas del campo cultural, ni nada de eso. Como lectora, no me pensaba a mí misma en términos de “subjetivaciones-desubjetivaciones”… Leía para sentir nostalgia de lo que nunca había vivido.
Me volví una devota de Thomas Mann y sufrí lo indecible cuando vi Muerte en Venecia en su versión cinematográfica. Todo iba bien hasta que apareció Dirk Bogarde destruyendo a Von Aschenbach, en aquella escena terrible del maquillaje. Lo peor de todo fue la imagen final de Tadzio, señalando un punto del horizonte: una de las escenas más cursis de la historia del cine, en mi modesta opinión. Sólo Mahler y la prodigiosa fotografía salvaron aquel asunto. Me molestaba que eligieran por mí la voz, el aspecto, el comportamiento de los personajes que eran, de algún modo, míos. Me indignó que la cinta sugiriera de forma tan evidente lo que debía entender o sentir. No me importaba nada que el director fuera Visconti: yo seguía siendo adolescente y en la adolescencia esas cosas ocurren. Con el paso del tiempo modifiqué mi opinión sobre la película, pero había perdido la novela. Ahora, cuando pienso en ella mi memoria rescata la música de Mahler, la entrada admirable al puerto de Venecia y, después, las escenas del maquillaje y el adolescente erguido junto al mar.
La estocada final ocurrió años más tarde, cuando un profesor recién egresado de Yale y avecindado en la UNAM, me dio un curso sobre Doktor Faustus. Recuerdo vagamente que en esa época estaban de moda en la facultad Lyotard, Hayden White, el rizoma y no sé qué tantas teorías más que emergían de la boca de mi profesor brasileño como si él fuera un muñeco de ventrílocuo. Un profesor muy simpático, por cierto, que cambiaba de anteojos cada clase, a fin de que el color del armazón coincidiera con el de sus zapatos. El caso es que tuve que leer un semestre completo intrincados apuntes y teorías que aplastaban, literalmente, al pobre profesor Zeitblom y a Leverkühn bajo el peso de largas disertaciones —en francés, inglés, italiano y portugués— que aparecían, pensaba yo, como salidas de la canasta de un embaucador extravagante. Yo era muy joven entonces pero tenía la sensación de que me estaban robando algo irrecuperable.
Durante mi ya larga estancia en la cama no he podido leer más que poesía. No porque intente sentir nostalgia sino respirar, diría en uno de esos arranques líricos que me produce la inmovilidad forzada. En mi descargo —y para legitimar mi pensamiento y mi respiración—, recuerdo que estudios científicos demuestran que leer poesía es mejor que leer libros de autoayuda, según constataron investigadores de una universidad británica. Admito, sin embargo, que leer sólo poesía está mal, pues por razones ajenas a la literatura me volví profesora de literatura y un profesor debe estar al tanto de todo, conocer las últimas novedades teóricas y críticas; establecer “líneas de generación y aplicación del conocimiento”; “socializar los saberes, mediante estrategias que promuevan la horizontalidad del discurso y no la verticalidad de las prácticas docentes”, entre otras recomendaciones que son políticas, que son manuales, que son formatos, que es un tabulador y no una rosa pues, ya se sabe: “Una rosa es una rosa es una rosa”. No hay una sola palabra en esos manuales intrincados que hable del entusiasmo. No hay una sola referencia —ni en ellos, ni en los sesudos informes de investigación que leo a menudo—, donde la nostalgia por lo que nunca vivimos tenga un sitio.
No sé si hoy podamos hablar del alma. Muchos refutan su existencia con incontestables legajos científicos. Comprendo entonces que mientras el alma no se legitime o se re-legitime (para estar a tono con el re que distingue nuestra era), mi tristeza no tiene lugar, ni mi nostalgia.