Malva Flores
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Ladera de las cosas vivas

Reseñas


Malva Flores, una mirada de asombro a lo cotidiano

Ibán de León
Conspiratio 5

La mirada es principio. Antes de nombrar miramos. Lo elemental sucede maravillosamente si un día cualquiera nos detenemos a observar con detenimiento. El asombro convoca al sentido de la vista: la luz irrumpe en nuestra vida con su memoria transparente. Malva Flores (Ciudad de México, 1961) ofrece en un libro como Ladera de las cosas vivas la extraordinaria realidad de lo cotidiano, a través de los cuatro elementos de la naturaleza (agua, tierra, fuego y viento), y lo hace como sólo los grandes artistas pueden hacerlo: con una sencillez de lenguaje donde el ritmo es parte de una compleja red de sentido. El ritmo, agregaría, nos lleva por los sitios más comunes, nos mueve, nos levanta hasta que somos eso que vivimos a diario, con toda la grandeza y pequeñez de las cosas que parecen insignificantes.

La tierra en primavera

El poema se llama “Los frutos de la tierra”, es decir, los de aquí, los que palpamos, aquellos que miramos diariamente, los que se engullen sin temor al castigo:

Los frutos de la tierra, no aquellos
del dorado paraíso.
Los ciertos, disfrutables, sin temor de expulsión
o de caída. Que aquí también
todo se cae
y todo nos expulsa,
menos la tierra.1

Pero antes, nos dice la poeta, está la luz que un día se nos revela y nos hace mirar lo no mirado, los pequeños objetos que pueblan nuestro espacio, que viven y viajan con nosotros en su quietud.

Perdimos la realidad al dejar en el olvido las cosas pequeñitas: un guijarro, la hierba, el polvo. He aquí que una mañana como todas las mañanas volvemos a observarlas y entramos de nuevo en ese tiempo que habita su grandeza, la grandeza que somos:

Hasta ahora las miras como nunca
y las cosas imponen su dominio terrestre,
ocupan su lugar y viven
atrayendo a su cuerpo
otros cuerpos afines
o incluso diferentes [...]2

Ese acto de humildad permite que comprendamos nuestra condición de polvo. Tenemos un cielo prometido que aún no hemos visto: la tierra será siempre nuestra casa; fuera de ella no existimos.

El verano es el fuego

Agosto es una luz reverberante. Allí está el verano. Las cosas aguardaron el instante de la contemplación; pacientes, permanecieron al margen, disponibles para que las tocáramos. Han estado con nosotros desde el instante de la creación. En el poema “Cosas del fuego bailando” escribe Flores: “Esas cosas del fuego tan solícitas/ reposan mientras no las llamas./ Son timbales que esperan; así es su luz:/ disponibilidad”.3

El fuego que funda, original, primero, tiene un sitio privilegiado desde el inicio de la historia. Las cosas del fuego son aquellas que esperan; de este modo, cuando las nombramos iluminan nuestro camino en penumbras:

Originales y prístinas,
observando por ti, partiendo de tu voz hacia delante
desbrozando el camino
aun en su regreso.4

Otoño es para el aire

El aire es lo que limpia. Deja a su paso una estela de sosiego, las bestias se tienden y descansan a la sombra del viento; así el hombre, limpio ya de su mundo, guarda los utensilios de labranza: ha llegado la hora del reposo. Es otoño, sabemos, por el paso del viento. Hay que decir que el mundo elemental vuelve a un estado de pureza –la suciedad se aleja–, a su estado original, allí donde el inicio era “otra cosa”.

Así, en un poema como “Los elementos del viento” este último es elemental porque está hecho de cosas elementales: “Los elementos del viento:/ la copa de los árboles y el pájaro,/ el polen, la manga de langostas/ o los perros oteando”.5


El invierno: agua concentrada

Nadie puede poner en duda la sencillez y la grandeza del agua, tal vez por eso este ciclo se cierra con “La sencillez del agua”, poema alusivo al invierno, al líquido concentrado. El agua, así, es el principio de todo: nada aparece sino es por su gracia. Pero es más: la belleza del agua está en todas la cosas; de este modo, en cada objeto que miremos habitará la sencillez del agua: “La sencillez del río,/ aunque jamás tomemos baño/ en aguas similares./ Piedra lisa en el amor del río;/ la muchacha desnuda/ de sus trenzas, silbando”.6

Tan extraordinaria es la sencillez del agua, y hay tanto que decir de ella –tanto que observar–, que al final del poema Malva Flores nos regala tres versos de una pureza exquisita, de una belleza más que elemental: “Bautismo, ablución,/ o nacimiento:/ El agua donde mojas el pie”.7



Notas

1 Malva Flores, Ladera de las cosas vivas, co nac ulta , México, 1997, p. 18.
2 Ibid.
3 Ibid., p. 21
4 Ibid., p. 22.
5 Ibid., p. 24.
6 Ibid., p. 27.
7 Ibid.

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