Luz de la materia
Reseñas
José Pulido
"Luz de la materia"
La Palabra y el Hombre, 18
(otoño 2011)
"Luz de la materia"
La Palabra y el Hombre, 18
(otoño 2011)
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En su discurso pronunciado ante la Academia Sueca en 1975, Eugenio Montale leía: “En el mundo hay un espacio muy grande para lo inútil, y uno de los peligros de nuestro tiempo es la mercantilización de lo inútil, a la cual somos tan sensibles todos, especialmente los jóvenes”. Hoy, a 36 años de tan puntillosa sentencia, esto es ya un hecho ineludible; la literatura, especialmente la literatura joven, se precipita con vocación de maratonista hacia este punto. La poesía, claro está, no es la excepción. Parece que escribir acerca de carritos de supermercado, consolas de videojuegos o escribir, sin rigor alguno, como poetas de otras latitudes del mundo, es la única alternativa que encuentran muchos de los jóvenes hoy en día para sentirse dignos de que el hado toque a su puerta. Citar hoy el nombre de algún escritor que habita en un país remoto y es poco leído, acredita ante los círculos poéticos, casi de inmediato, la vocación de quien lo hace; es más elocuente citar nombres de Groenlandia o Kualalumpur, que hablar de Paz, Borges o Valente.
El problema no subyace en hablar sobre un motor de diesel (esto ya se ha hecho antes); la complejidad del conflicto recae en que el poeta, hoy, pretende pasar por innovación lo que ha sido escrito tantas veces y confunde el uso de expresiones, voces o contenidos “contemporáneos” con una verdadera renovación en la materia del poema. Rompe todo vínculo, o cree hacerlo, con la tradición que le precede. La falta de conciencia histórica y literaria se vuelve así más palpable; han olvidado el llamado primero, la vocación por el canto, han hecho a un lado la otredad, se han dematerializado en el balbuceo poético, en la irreverencia. Sin embargo, en medio de esta vorágine es un gusto encontrarse con un libro como Luz de la materia, donde la autora nos recuerda, a lo largo de los tres apartados que componen el volumen, que somos seres sensibles al mundo y que nos movemos en consonancia con él. Acudimos aquí a una épica de los sentidos, a un juego de refl ejos que nos permite concebir el mundo, la esencia de las cosas. Hay en Malva Flores un diálogo continuo con la tradición, su poesía nos ilumina constantemente y vuelve a abastecernos de eso que nos constituye como seres humanos: el contacto con la naturaleza, la percepción de lo que vemos y tocamos, la vuelta a la casa, a la memoria, la vocación por el canto y la sensación permanente de que nos estamos percatando de la presencia del otro al mismo tiempo que nos presentimos en el otro. Con un lenguaje límpido y un ritmo riguroso, Luz de la materia nos devuelve a través de sus páginas a la música universal; somos parte de la misma melodía que oyeron nuestros ancestros y que viene escuchándose desde entonces. “Las manos cobijan al espacio / y lo imaginan. Pueden mirar también / la historia de las piedras. / Alguna vez los ojos tocan al fi n el borde de las cosas y / siguen su camino con una luz distinta, / apenas distinguible. / Sólo si canta es plenitud la boca”. Pero la autora sabe, acaso, que todo aquello que la luz muestra en su más clara luminiscencia produce sombras, recovecos oscuros donde el lenguaje sucumbe también ante la imposibilidad y el silencio: “No somos de razón / para atisbar la luz de la materia. Somos de voz / y por ello creemos que tan sólo nombrando / se da vida a las cosas: el ser que no nació / la rosa que no pudo”. Hay una necesidad constante de mirar el mundo y renombrarlo, desde la vuelta a la infancia, los paisajes de Cosamaloapan, hasta una bailaora que no pudo más que terminar escuchando su zapateo a la distancia. Luz de la materia es, ante todo, un bastión, un punto fijo desde el cual nos vemos reflejados en un espejo íntimo de sensaciones que se suceden una tras otra hasta el fi nal del libro. No acudimos como simples espectadores desde la sombra al universo poético de Malva Flores; nos hacemos partícipes de la obra creadora, somos tejidos por el mismo hilo finísimo de luz que se desprende de este poemario. Vuelvo a Montale y su discurso: “Existen y cohabitan dos poesías, una de las cuales es para el consumo inmediato y muere en cuanto es expresada; la otra, en cambio, puede dormir tranquilamente su sueño. Llegará el día en que despierte, si tiene [la] fuerza de hacerlo”. Probablemente Luz de la materia se adelantó al sueño de los justos, y ha tenido la fuerza suficiente para despertar y hacernos conscientes de que no todo en este mundo se rige por las leyes del mercado. Malva Flores ha sucumbido ante el canto en el momento preciso y parece decirnos, “vuelvan la espalda y contemplen todo aquello que parece han olvidado”. |
Leo en una entrevista reciente a Jean-Luc Godard que durante la realización de su, tal vez, último largometraje anunció una conferencia que daría Alain Badiou sobre la geometría de Husserl con el objetivo de filmarlo. Nadie asistió. Badiou dijo con alegría “Finalmente hablaré ante Nadie” y todo ocurrió como estaba previsto, pero acentuando el vacío de la sala. Más de un siglo antes, Baudelaire también agradecería con una reverencia a un auditorio desierto. En la confluencia de estas dos situaciones se esconde acaso el problema contemporáneo de la poesía. El poeta no dialoga con una presencia, sino más bien con una constante desaparición de los signos en el lenguaje. Quizás sea ésta la causa de que el camino hacia una definición de la poesía parezca lejano e infranqueable a veces.
A José Ángel Valente le parecía una señal prometedora el que poesía y pensamiento se acercaran cada vez más. Luz de la materia es un libro que pende con acierto entre estas dos posturas. A través de un fi rme diálogo con un mundo que oscila entre lo visible y lo invisible se nos revela no solamente una mirada atenta sobre las cosas, sino, acompañada a ésta, una reflexión sobre el lenguaje en que descansan los andamios de la realidad. Y es a merced de la luz que el mundo se descubre como una transformación total, algo que podría parecer obvio y que, sin embargo, gracias a cómo los poemas de Luz de la materia se deslizan en un discurso transparente, toma un matiz más complejo. Es decir, no sólo los conceptos, sino la música de las palabras se funde en un intercambio vivo con lo que nombra. El libro está dividido en tres partes que podrían ser incluso tres estados de la materia por los que atraviesa una misma voz. Pero no una voz monótona, más bien un aliento que refleja los relieves a los que alude. Roberto Juarroz escribe que “la poesía es una visionaria y arriesgada tentativa de acceder a un espacio que ha desvelado y angustiado siempre al hombre: el espacio de lo imposible, que a veces parece también el espacio de lo indecible”. En este orden de pensamiento, Malva Flores suscribe lo anterior pero con el anhelo de transformar ese espacio de lo indecible en lo fundamental del instante en que se concibe el poema. “Dominio”, “Malparaíso” y “Mudanza del árbol”, las tres piezas que conforman Luz de la materia, son antecedidas por una cita de Claude Esteban en la que se perfi la uno de los temas más recurrentes en ellas: el paso del tiempo, su manifestación en el mundo y la búsqueda ya no de un entendimiento, sino de simplemente contemplar el avance temporal en las cosas. La primera pieza responde en gran parte al llamado de una realidad concreta, tangible. Pero ya sabemos que detrás de este conjunto de iluminaciones cotidianas se presenta la experiencia abisal de su trasfondo. “¿De qué hablarán las aves / si no lo hacen del tiempo?”, dos versos que contienen en potencia la preocupación, desarrollada con mayor profundidad más adelante en el libro, por un lenguaje en el que los destellos casi abrumadores del mundo hallen la casa que los reciba. “Atenidos por fi n a su dominio, / sólo esperar procede.” es como termina esa primera parte de Luz de la materia, pero también podría ser el preámbulo de las dos posteriores, que, en esencia, tienden más hacia esa transparencia de la que he hablado en un principio, pues está claro que no se trata de entidades independientes. En “Malparaíso” la invocación a un poder alquímico de la palabra funciona como detonador del deseo de comunión de la voz consigo misma. Con una armonía conceptual mucho más intrincada que en su predecesor, es preciso decir que también es una propuesta de mayor ambición a nivel de ritmo. Versos como “Que no, que nunca / se destruye la materia / que sólo se transforma” emparentan un afán vindicativo de la claridad e inmediatez del mundo con una perspectiva un poco más sombría en la tradición y en lo que hay en el fondo del lenguaje (“No hay alto surtidor, / más bien se arquea este pálido / chorro cristalino). Sin embargo, creo que donde mejor se observa esa capacidad rítmica que tiene Malva Flores unida a un fondo complejo a nivel de conceptos es en “Mudanza del árbol”. Como bien se nota en el título, es alrededor de lo que significa el árbol que se plantean los alcances poéticos de esta parte. Inmovilidad aparente, lo que en verdad importa son las raíces que lo vuelven mudable: “árbol / piedra / raíz desde mi centro / tu voz se precipita / rosa de caridad: / aurora.” Hay mucho en “Mudanza del árbol” que me hace recordar El sol del membrillo de Víctor Erice: el cómo se condensan la luz y el tiempo alrededor de lo que significa el árbol, los frutos y las semillas, la conciencia de un ciclo en el que la memoria desfila a la par de la transformación arbórea. Es también, y creo que aquí radica el mayor alcance de “Mudanza del árbol”, la búsqueda de un pasadizo hacia el propio centro (“Uno se vuelve siempre / el árbol que lo habita”). Y es un centro que, como he señalado párrafos arriba, reside en muchos sentidos en la posibilidad del lenguaje: “No hay mucho que escribir / pero su aroma / es la voz sigilosa que aún nombra / el color de la lluvia, / el sonido de un beso, / la caridad del aire cuando limpia / la tristeza del mundo, / el poder de las cosas / sencillas y olvidadas / que habitan en nosotros.” Mucho se ha hablado del mal momento en que se encuentra la poesía. No obstante, encontrar una voz de profundidad tan distinta a aquellas que se desviven en el vano riesgo del experimento gratuito no puede sino recordarnos que la poesía, como toda manifestación cultural, existe en un territorio de claroscuros y, como su nombre lo indica, Luz de la materia irradia su lugar. |
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“No somos de razón./ Somos de voz./ Sólo
nombrando/ se da vida a las cosas.” Cito no tanto
“a la letra”, que de todos modos sí, sino “al espíritu”
de la poética o de una de las poéticas de
Malva Flores en Luz de la materia, que yo no sé por
qué preferiría (acaso no le quede al libro, conste,
hablo del título de forma aislada) Materia de la luz
(un poco como Borges prefería Cristal y acero en
vez de, nombre de no sé qué poemario, Acero y
cristal); pero insisto: aparte del sonido, no sé por
qué. Hago lo mismo por última vez, no tanto atender
la letra como el sentido, pero citando, a retazos,
palabras, frases de la autora: “Merced de la
luz/ cuando amanece el mundo,/ su caricia redonda/
de aves y naranjas.” Aquí, la verdad, en esta
esencial o esencializada imagen, no me atrevería
a decir que estamos ante otra poética, pero sí ante
una imagen que plenamente resume una clara
experiencia lírica. Poética, de nuevo: “Sólo si
canta es plenitud la boca” (por lo demás, endecasílabo
perfecto).
El arte de la reticencia ya sabemos que además de uno de los más agraciados es uno de los más difíciles. ¡Cómo desearíamos, o desearía yo, que el par de versos siguientes: “Uno se vuelve siempre/ el árbol que lo habita”, continuara. Pero cómo negar el logro en “La nostalgia de Dios/ es lo que mueve al árbol/ cuando llama al relámpago”, que aunque en algo recuerda a Darío, es definitivamente de Flores. Uno, y sólo por jugar (pero el que la escritura ajena invite al juego no la hace menos, sino más disfrutable) quiere invertir el orden de estos otros dos versos: “Un fresno para escuchar la noche./ La risa, para saber del agua.” Qué precisión, hablando de agua, la de este acorde que acompaña, y cómo bien, el preciso y sin duda precioso cantar de la madre: “Cantaba. Sobre el lío de las aguas/ modulaba su voz, reuniendo con su timbre/ las vocales precisas del llamado. /Siempre es tarde cuando ocurren las cosas./ Es otro su reloj mas es preciso en su atinada inclemencia...” (Seguimos un momento en el tema de la precisión.) Tal el inicio de uno de sus textos más conseguidos y escrito en memoria de Luis Ignacio Helguera, donde también se encuentra lo estricto de estas líneas: “Nunca ha sido verdad que el hilo/ se rompa por lo más delgado. Se rompe/ y punto.” El tema, en otro texto, estremece la página: “Aquí viene mi muerto, digo,/ y borro las palabras de inmediato./ Pero el miedo es así. Permanece en la marca del lápiz/ –en la hoja.” Hagamos, como ella al parecer hace, un puente entre la alusión a la muerte y el goce del árbol: “No busca el niño el ala de la urraca./ Cuando tira la piedra/ quiere que baile el árbol.” Y concluyamos con esta observación o, mejor, meditación: “No está hecho de mansedumbre el árbol./ Lo que vemos cuando se mueve al aire/ es aquiescencia”. |
En cincuenta años,
Ediciones Era ha publicado libros de poesía excepcionales. Pienso en cuatro
títulos: Los elementos del fuego, ópera prima de José Emilio Pacheco,
cuando tenía 21 años; No me preguntes cómo pasa el tiempo, del mismo
autor, una de las obras más sólidas que ha dado el Premio Nacional de Poesía
Aguascalientes. Relación de los hechos, de José Carlos Becerra, un libro
crucial en la poesía, y País que fue será de Juan Gelman. Recientemente,
Era publicó Luz de la materia de Malva Flores y Si ríe el emperador
de Coral Bracho, de los que hablaremos en esta entrega.
Materia pura Luz de la materia de Malva Flores (Ciudad de México, 1961) es uno de los libros que 2010 dejó como herencia. Pocas veces la poesía mexicana alcanza tal intensidad. La hay en este sendero de relámpagos de lo diario y lo asombroso a través de los cuales conspira Malva. Porque claro, la poesía tendrá que ser conspiración o no será. Para estatuas de cera con las de los héroes nacionales es suficiente. No es un libro que llegue solitario a esta isla. Antes la autora nos regaló Pasión de caza (1993), Ladera de las cosas vivas (1997) y Casa nómada (1999). Tres grandes ramas componen la luz de esta materia: Dominio, Malparaíso y Mudanza del árbol. En términos generales es un libro compacto. La autora nos lleva al territorio del asombro por las cosas cotidianas, que por lo regular se nos pasan de largo con gran indiferencia. Malva hace que reparemos en ellas. Poemario lleno de colores y sensaciones, de llamadas de atención, ajenas a toda índole moralista, respecto a lo que nos rodea y que a fuerza de oler, sentir y respirar, terminan por parecernos invisibles. Incluido en ello las ruinas del país. Poesía y música, en el sentido más clásico si se quiere, van juntas en este libro de una autora que desde Veracruz, nos ofrece una serie de señales luminosas en las que es imposible no reparar. Volver la mirada hacia el entorno es un ejercicio que al poeta le cuesta. La costumbre es una enfermedad de nuestro tiempo. Su metamorfosis es el tedio. Su contexto: la estatización, la inmovilidad, la pérdida de peso y la inanición de la fuerza motriz de quienes elegimos la poesía como gozo o padecimiento. Hay momentos en que la luz de esta materia se fragiliza. La fuerza se encuentra en Dominio. Con eso basta: “Llamemos corazón a la piedra de río:/ —lisa, blanca. Moldeada por el roce—/ y allí se quedará rumiando el agua/ impasible en su esencia…” Los poemas de Malva, los de una parte de este libro, no necesitan ser nombrados, fluyen de las venas del día y de la noche y se desparraman por el ser: afluentes, ríos de resplandor. Ha de ser porque “Nunca vemos pasar la belleza/ y le buscamos nombre/ y le ponemos fechas./ Redes para atraparla porque pasa de prisa, suponemos”. Alguien me preguntaba: “¿y los poetas de los sesenta, dónde están?” Algunos de ellos, irradiando esta luz, o reflejándose en ella, diría yo. La risa del rey Coral Bracho (Ciudad de México, 1951) no necesita presentación en la poesía mexicana. Su obra está viva desde finales de los años setenta. Peces de piel fugaz (1977) y El ser que va a morir (1981), fueron sus primeras cartas poéticas. Desde entonces es un referente que nos enseña a ver la poesía de otro modo. El plano erótico, es decir, el humano, firmemente integrado a los elementos que forman parte del mundo vegetal, mineral y animal. Cabe decir, la poesía de Coral no es un elogio al facilismo. Cuando nos hablaba de “ojos ornados de arenas vítreas”, peces de mármol y sombras de acanto, se intuía, se sabía, que la cosa iba por otro rumbo. A partir de Ese espacio, ese jardín y Cuartos de hotel, sobre todo a partir de este último poemario, sus lectores reparamos con asombro que había varias Corales en una, y eso, al menos a mí, me parece vital para encontrar la voz de un poeta verdadero. Ya sabemos que en este circo de papel —Malva lo llama Malpaíso, Coral reino en el que manotea el emperador y las cabezas ruedan y chocan con el trono—, el poeta más calvo se hace trenzas. Poesía de instantes la de Coral, hebras de oro movidas por un viento leve. En su trazo lo mismo se perfilan los pintores indígenas del Cuzco que los ojos inyectados de un perro, a través del cual el mundo mira, ¿se mira? A la poesía de Bracho se entra por varias puertas, una de ellas es la del mar, otra la del cielo. “El espíritu de la niebla/ con fuerza suave y tenaz/ hunde los montes: toros/ que entre las llamas blancas despuntan…”, dice en el poema “El espíritu de la niebla”. Ni el aburrimiento ni las becas han matado aún a la poesía. No la de Malva Flores y Coral Bracho. |