Prólogo
El ocaso de los poetas intelectuales
El ocaso de los poetas intelectuales
En el mes de abril de 2003 se llevó a cabo un ciclo de conferencias en la Casa del Poeta Ramón López Velarde, titulado Puntos y contrapuntos del canon de la poesía hispanoamericana en sus antologías. Yo participé en la mesa que se refería a la poesía mexicana del siglo xx y en ella discutimos sobre las antologías canónicas pero también sobre las, hasta entonces, más recientes selecciones de poetas y poemas. Recuerdo que en algún momento comenté que el prólogo de Octavio Paz a Poesía en movimiento no me gustaba tanto y entonces se siguieron una serie de intervenciones —incluidas las del público, compuesto también por poetas— que repetían la vieja historia de que Paz había dirigido, “palomeado” o vetado los destinos de la crítica de poesía, de su publicación e, incluso, de la poesía misma. Esa idea no era ni remotamente nueva. Lo novedoso —o al menos esa fue mi percepción— fue que algunos la expresaran como si un enorme peso hubiera existido en sus espaldas. Librados del aquél, a cinco años de la muerte del poeta, podían por fin hablar con pelos y señales.
Varios otros puntos se discutieron esa noche ante la menguada asistencia —la escasa publicación de poesía en las revistas literarias más visibles, la nula existencia de su crítica, entre otros— sin embargo, a partir de entonces comencé a reflexionar sobre la figura de Paz como centro de autoridad para el canon de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo xx, pero pronto me di cuenta de que el asunto que me intrigaba más no era la autoridad del poeta —que podía o no, ser aceptada o discutida— sino la falta de otras figuras que en el paisaje de la poesía mexicana contemporánea fungieran como contrapeso no sólo en los asuntos que se refirieran estrictamente al proceso poético, sino también respecto de la antigua tradición de los poetas mexicanos de intervenir en la discusión de los asuntos públicos. Existían, sí, figuras como Gabriel Zaid o José Emilio Pacheco, pero en la generación siguiente —los poetas que nacieron entre 1940 y 1955— no lograba entrever poetas con esa vocación. Estaba equivocada parcialmente. Distintos acontecimientos nos sorprendieron en el turbulento inicio del nuevo milenio como el aviso de un largo periodo de incertidumbre, cuya amarga postal fue capturada por las cámaras de los hombres de a pie que vieron despeñarse —Ícaros modernos— a quienes se lanzaron por las ventanas de las Torres Gemelas aquel 11 de septiembre. Sus cuerpos se confundieron con el polvo y los hierros torcidos por un fuego que también abrasó a los inmigrantes que trabajaban en las cocinas del World Trade Center. La posterior invasión a Afganistán y la guerra en Irak no fueron, como sabemos, el colofón de la historia. En México, la recién estrenada democracia se avinagró con las distintas trifulcas, venganzas y videoescándalos que anticiparon el clima de un país que hoy está sumido en una crisis social de fin imprevisible. Ante estos y otros hechos de gran envergadura, pero también frente a las decisiones que el gobierno “del cambio” tomó en el estricto perímetro de la administración cultural, me preguntaba por qué los poetas no discutían pública y regularmente estos hechos, como ocurría no muchos años atrás. ¿Qué había pasado? ¿Qué hacían ahora la mayoría de los poetas —además de poesía o de administrar la cultura—? ¿Debían hacer algo? ¿Habían dejado de expresarse como intelectuales y habían constreñido su actividad a la exclusiva escritura de poesía? ¿Qué caminos poéticos habían tomado? ¿Era esto verdad o sólo era mi percepción? Esas preguntas dieron origen a este ensayo. Su reflexión abarca el horizonte temporal de los poetas que comenzaron a publicar a mediados de la década de los sesenta y que en la actualidad son dueños ya de una madurez expresiva. La demarcación temporal no es gratuita. Los reúne una fecha simbólica: 1968. La estructura del libro se sostiene en dos ejes. El primero de ellos —llamado “el ocaso de los poetas intelectuales”— inicia con la fundación de la revista Letras Libres para de allí volver hasta un momento clave en la historia de nuestro país: aquel 68. En el retorno vi marcas, señales en el camino que indicaban el rumbo transitado por algunos poetas en la historia mexicana del siglo pasado. A partir de ellas quise encontrar los motivos que llevaron a una gran parte de la generación de nuestros poetas contemporáneos al abandono del debate intelectual sobre los problemas nacionales, actividad que desde el periodo de Independencia había sido para este “gremio” un hecho natural que se atemperaba con su propia vocación lírica. No es hallazgo recordar que para la literatura mexicana de la primera mitad del siglo pasado, la idea del intelectual se acrisola en la imagen de Jorge Cuesta. Con la publicación de la Antología de la poesía mexicana moderna y la secuela de ensayos sobre literatura, política y crítica cultural que escribió al calor de las polémicas con los nacionalistas, su tentativa fue la de interrogarse por nuestra tradición y, en el tránsito, cimentarla o “inventarla”, dirían Anthony Stanton o Christopher Domínguez Michael. Como vio Guillermo Sheridan, la efímera Examen, fundada por Cuesta en 1932,representa el germen de las revistas literarias independientes del amparo estatal y dio a luz entre nosotros la figura del intelectual independiente y público. En efecto, Cuesta plantea una nueva manera de asumir la tarea crítica, enfrentando no sólo a la tradición como un problema de legitimidad frente al canon universal sino, asimismo, como un problema del hombre de ideas frente al poder. Ahí radica la originalidad de Examen y de su director: el intelectual ya no será aquel que con la pluma participa en la construcción de una identidad cultural; su figura se exalta como un poder alterno e independiente cuya fuerza radica en el valor de sus ideas y la repercusión que éstas puedan tener en el conjunto de la sociedad, representada por sus élites culturales y políticas. Se trata del intelectual estrictamente moderno que asume su tarea como crítico del poder en cualquiera de sus manifestaciones. Su nacimiento, sabemos, tiene fe de bautizo durante el caso Dreyfus y el Yo acuso de Zola y poco después se robustece con el reclamo a los intelectuales “traidores”, firmado por Julien Benda.[1] El juicio legal entablado por el Estado en contra de la revista Examen por la publicación de algunos fragmentos “inmorales” de Cariátide, la novela de Rubén Salazar Mallén, representa el primer capítulo de una historia donde la figura del intelectual mexicano se va separando, paulatinamente, de su colaboración con el Estado. Así, la serie de ensayos de crítica cultural y política realizados por Cuesta hoy se reclaman antecedentes de un tipo de reflexión que hizo escuela en los ensayos de Octavio Paz, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, entre otros. Se trata de escritores que intervienen en la vida pública de las ideas más allá de la esfera de influencia de la literatura. El meollo del asunto radica, lo sabemos también, en que ese ejercicio crítico tiene repercusiones más allá de la literatura, al grado de que estos escritores —muchos de ellos, poetas— se han erigido en algún momento como guías y termómetros de la opinión pública. Eso dejó de ocurrir en la generación de los poetas que empezaron a publicar alrededor de 1968. Una generación de poetas En la década de los ochenta, la unam publicó dos antologías cuyo título general fue, en ambos casos, Poetas de una generación. El subtítulo hacía referencia a los años de nacimiento de los poetas allí reunidos: 1940-1949, la realizada por Jorge González de León (1981) y 1950-1959, la que Evodio Escalante había reunido (1988).[2] Los autores de las antologías reunieron a los poetas por décadas, pero en ambas muestras existía un común denominador que, más allá de esas fechas, hacía hincapié en una circunstancia histórica: el movimiento estudiantil de 1968, fecha que los reunía a pesar de los 20 años de diferencia que existían considerando los extremos de sus nacimientos. Esta circunstancia permite explicarlos a la luz del pensamiento de un contemporáneo suyo, Enrique Krauze, quien siguiendo las ideas de Luis González y González planteadas en La ronda de las generaciones, en ese mismo 1981 escribía: “una generación es un grupo de hombres en los que algún acontecimiento histórico importante ha dejado una huella, un campo magnético en cuyo centro existe una experiencia decisiva”.[3] Muchas nuevas antologías de poetas aparecieron posteriormente en el mercado editorial, sin embargo, en la mayoría de las selecciones el “campo magnético” que fue el 68 se volvió un punto de referencia ineludible para el grupo de poetas que conforman la “generación del desencanto” y cuyas fechas de nacimiento abarcan la década de los cuarenta y el primer lustro de la siguiente.[4] El nombre de la generación[5] no sólo alude al desengaño que el movimiento del 68 —y su réplica en 1971, durante el Jueves de Corpus— causó sobre la euforia contestataria de aquellos años. Muchos otros acontecimientos influyeron en esa generación que, entusiasmada con los movimientos de la juventud rebelde de los años sesenta, la liberación sexual, la militancia política, la Revolución Cubana o la contracultura, se lanzaron de lleno, apenas repuestos de la represión oficial, a beneficiarse de la “abundancia” que les deparó, primero, la “apertura democrática” propuesta por el presidente Luis Echeverría, y, en el sexenio siguiente, el auge petrolero. Muy pronto sin embargo, toda la actividad cultural que en la década de los setenta había propiciado un florecimiento de publicaciones colapsó y los miembros de esta generación se enfrentaron al desastre económico nacional, al paulatino desmoronamiento de sus héroes revolucionarios y a la emergencia de una nueva clase intelectual, proveniente de las aulas universitarias. Ante esta circunstancia de carácter histórico y social, los poetas de la generación que nos ocupa no tuvieron muchas opciones. De ellas, y como el resto de los mexicanos avasallados por el naufragio nacional, tomaron la de resistir. Su resistencia fue literaria: resistirse al lenguaje oficial mediante el lenguaje poético. Su función crítica, intelectual, en el sentido en que hemos venido señalando, fue de algún modo soslayada y, salvo contadas excepciones, concentraron su actividad en la escritura de poesía. ¿Cuáles son las vertientes que podemos encontrar en la amplia producción de estos autores? ¿Cómo se podría organizar la poesía mexicana contemporánea? El segundo eje de este trabajo intenta dar respuesta a estas interrogantes. Así, desde las expresiones de una poesía rebelde producto del ámbito social y político donde vieron su primera luz hasta, entre otros, la poesía que reflexiona desde y sobre el lenguaje, este ensayo intenta plantear un mapa de nuestra producción poética más reciente, atendiendo de manera particular aquellos temas, modos de escritura y preocupaciones de los poetas que conforman esta generación. Su clasificación, por llamarle de algún modo, no es excluyente. En su trabajo —en su búsqueda— los poetas han transitado distintos senderos. Así pues, ni todos los poetas, ni todos los poemas: sí, en cambio, las vías más visibles de un mapa sobre la poesía mexicana que ha sido escrita desde el último tercio del siglo pasado. |
Notas [1] La relación, desde luego, no es gratuita, ya que los Contemporáneos estuvieron siempre al tanto de las polémicas que tuvieron lugar, por ejemplo, en las páginas de la Nouvelle Revue Française, de la que Cuesta fue un lector asiduo e, incluso, tradujo varios de los artículos publicados por Benda en ese entonces. [2] Ambas tenían un antecedente inmediato: Palabra nueva. Dos décadas de poesía en México, de Sandro Cohen (1981). [3] Enrique Krauze, “Cuatro estaciones de la cultura mexicana”, Vuelta 60 (noviembre 1981), p. 27. [4] Las fechas de nacimiento de los poetas que aquí tratamos corresponden a un periodo de 13 años (1943-1955), sólo dos menos que los que Ortega sostiene como requeridos para la reunión generacional. Para ser ortodoxos, las fechas clave de esta generación serían las que se refieren a los poetas nacidos entre 1940 y 1955, lo que nos llevaría a incluir a Homero Aridjis (1940), sin embargo, nuevamente un ejemplo de Krauze nos pone sobre aviso: “Siqueiros nació en 1896. Si nos atenemos a la rígida aritmética generacional pertenecería a la generación fundadora, al grupo de 1915. Si nos atenemos a la verdad perteneció a la generación revolucionaria. Como él hay algunos casos. La clave está en no hacer fetiches con los números. Se pertenece a una generación si se convive con ella” (28). [5] El bautizo a la generación no es mío. Lo he tomado del artículo “Capitulaciones y heterodoxias” de Hugo Hiriart, otro escritor en quien esa misma huella ha dejado su estampa. Vale anotar, sin embargo, que ya Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, advirtió que la Modernidad había traído consigo el fenómeno de “desencantamiento”, producto de la secularización y racionalización del mundo. |