MALVA FLORES, “DESIMAGINAR PARA REIMAGINAR”
EFRÉN ORTIZ DOMÍNGUEZ Literal Magazine, 26 de junio de 2017. Leo y enseño poesía aunque eso parezca entrañar una contradicción. La enseño por razones de carácter estrictamente fiduciario. Entre este género de géneros y las ofertas de supermercado, hay más de una grosera analogía: recibo siempre algo más a cambio de lo que adquiero. La poesía posee una cualidad sobreañadida, que convierte al acto de lenguaje, o al texto en prosa, en un poema. Es justamente de ese elemento extra, de esa cualidad sobreañadida, de lo que quisiera hablar aquí a partir de Galápagos, el nuevo poemario de Malva Flores. De principio el título. Galápagos es un ancla que me sitúa imaginariamente, junto con el epígrafe de Charles Darwin, en un prefigurado relato de viajes, o quizás en un conjunto de estampas descriptivas; en la rememoración épica de aquella travesía realizada por el naturalista inglés en el año de 1831 que le lleva al archipiélago ecuatoriano, escogido por este pensador como campo de pruebas para la construcción de una nueva teoría biológica. El siguiente epígrafe evoca las memorias de Víctor Hugo y su experiencia de exilio, en el año de 1852, tras la confrontación con el poder imperial de Napoleón III, apodado “el pequeño”. El poeta romántico francés contaba ya con medio siglo de existencia, y su prolongado alejamiento de Paris, que dura hasta el año de 1870, se produce también en el ambiente retirado de una isla, Guernsey (en la Gran Bretaña). De manera que el ambiente insular es descrito con insistencia, aunque las islas de Malva no sean necesariamente las mismas ínsulas. Las islas se despliegan desde el cielo como una promesa incumplida: un rosario de tierra donde extender una plegaria mínima. No las vieron así desde el Beagle, aquel barco donde viajó buscando su tortuga el sabio de las barbas largas. Barbas como las nubes que inútilmente atraviesa este motor roñoso por el cielo. |
De ambos textos preliminares podría colegirse que vamos a ceñirnos a una narración que bordee las historias citadas. Y en algún sentido las sigue, aunque sea en su sentido metafórico. La narración aparentemente histórica cede lugar a la imagen poética. Este sería el primer elemento extra en Galápagos, título que anuncia y explora motivos en apariencia de la historia natural o social, pero que convierte ese par de motivos descriptivos en un nuevo tropo: “Y yo, buscando un desierto. Las arenas que se van destruyendo todo. El cáncer del silencio”. Al viaje antiguo se yuxtapone el viaje contemporáneo; lo podemos identificar a través de motivos que remiten a lo actual: “Algunos árboles plantados en medio de la nada. Proyectan una breve sombra. Grises que fueron verdes, imagino. Desde el aire miramos esa tierra arrasada. Cerca ya de la pista se adivinan unos claros reflejos: un gran lago de sal. ¿O es agua lo que brilla ahí?. Es fácil percibir que este nuevo viaje ahora es aéreo y que la pista no es otra que el reseco lago de Texcoco.
Este valor agregado del texto desplaza un saber de carácter no ético, implícito en la evocación del viaje del Beagle y de las Contemplaciones de Hugo, a un saber patético, en el que el sujeto lírico (y, vamos, ¿por qué no ponerle nombre?) en la que Malva Flores describe su traslado desde o hacia la ciudad de México, o a una triste ínsula provinciana, tan Barataria como la cervantina y, como ella, tan insulsa, tan artificial, tan pagada de sí misma. Las islas evocadas no son simplemente Isabela, Santa Cruz, Fernandina, Española, San Cristóbal o Santiago, entre otras; podrían traducirse también como los espacios ajardinados en el interior de Ciudad Universitaria o también en el espacio de reclusión que para un poeta citadino constituye la provincia, el distanciamiento de los espacios de discusión y de poder concentrados en la capital de la república. Espacios alternos, cuya capilaridad se desequilibra en la medida en que, como las islas ecuatoriales, son espacios en los que la ley social (el espacio de convivencia y de tolerancia requeridos por la vida en colectividad) es sustituida por su elemental equivalente en el mundo natural: la ley del más fuerte, la lucha por la sobrevivencia. Corolario de ello, lo constituye el lamento por la pérdida del paraíso, ese sentimiento propio de la condición de exiliado en un espacio insular; en Galápagos es perceptible la resistencia para reconocer en la isla una Santa Elena propia.
Este excedente de sentido denuncia el carácter redundante de todo texto poético, perceptible en el regodeo de motivos, temas y recursos que forman una extensa tradición, ya que el mar y el exilio nos remontan desde el Ulises de Homero, y el Eneas de Ovidio, hasta los mismos personajes en la novela de Joyce o la poesía de Cavafis. De hecho, el cuarto libro de la Odisea nos muestra a un héroe que añora la patria. Dice Homero que a Odiseo: “No se (le) habían secado sus ojos del llanto y su dulce vida se consumía añorando el regreso (…) Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla desgarrando su ánimo con gemidos y dolores, y miraba al estéril mar derramando lágrimas”. Alguien podría sugerir aquí entonces la paradoja que condujo al califa Umar ibn al-Jattab (en el año 642) a destruir la Biblioteca de Alejandría: “si los textos repiten la doctrina del Corán, no sirven para nada. Si los libros no están de acuerdo con la doctrina del Corán, no sirven para nada”. Pero sí, los libros de poesía sirven para algo. ¡Ahora veremos para qué!
Al estudiar el motivo del exilio en Víctor Hugo y el duque de Rivas, la crítica inglesa Brigitte Leguen observa la obstinada presencia de motivos y recursos pero aunque “cada poeta… proscrito… vuelva a repetir, conscientemente o no, los gestos y el discurso de otros exiliados pertenecientes a otro tiempo y a otro lugar”, no obstante “la realidad poética dimana de una experiencia humana vivida y sufrida con dolor” y está atada a un lugar y un momento concretos (371 y 373).
¿Qué de las Galápagos le interesa a Malva? ¿Los pinzones? ¿Esas pequeñas aves canoras cuyas sutiles diferencias, engendradas por la necesidad de adaptarse a las condiciones específicas de cada isla, generadas mediante selección natural, aseguran su sobrevivencia? Pues bien, sean ardillas que simulan cantos, o aves con trino real, los poetas también son aves canoras y también están sometidos a leyes que, por naturales, parecen escapar a juicios de carácter moral. Dice en “Hambre”:
Enigmático, ¿no?, el rimo y tedio de la prosa que canta, subiendo por el árbol. Saltos como de pájaro para encantar al pájaro real, pero menguado por esa prosa tibia, cantarina.
Entre el pájaro real y el ave que allí canta, hay una sombra y hambre.
Pero cuando la lucha por la existencia, la ley del más fuerte y el exilio se personalizan, dejan de ser un simple motivo literario para convertirse en objetos poéticos construidos en torno a una experiencia, y con base en un lenguaje propio, personal. Este es un extra más (y ya perdí la cuenta de cuantos hemos añadido), colocado ahora bajo la perspectiva del significante: en la voz poética de la autora, los textos son una experiencia de lenguaje singular.
Anoche fue la hora en que nos despedimos sin tantos aspavientos. Al fin pudieron romper el eslabón. Ustedes, los que acá nos lanzaron, podrán sentarse a contar sus monedas tranquilos, a repartir prebendas o cántaros de flores: ese espejismo azul de los desiertos.
Pero en verdad ¿Importa? No les importa nada. Ni siquiera supieron que estábamos proscritos. Ni siquiera supieron que estábamos acá. Nunca fuimos ni un gramo de ira para ustedes y nosotros terminamos matándonos.
No obstante, el poeta se rebela ante el status quo, reconoce el poder del Censor (o del rey que va desnudo) pero pone en tela de juicio su actuación, sus métodos, sus valoraciones.
El censor de las islas ha vuelto a reprenderme por la misma razón: yo no conozco el mundo y aun lo borroneo con imágenes falsas.
Alguna vez lo quise como puede adorarse a los censores y busqué su atribulada compañía como si fuera un hermano de exilio.
Solo obtuve silencio porque un censor es un tifón vuelto contra sí mismo, un arrecife cercado de palabras que regresan.
En esencia, el libro alude a experiencias de desgarramiento, de nostalgia, de evocación del paraíso perdido. Y aunque deba vencer la tentación de poner nombres a los personajes, y de aterrizar la isla en lugares concretos, la experiencia poética los trasciende, para hablar no sólo acerca de la ciudad de México o Xalapa; acerca de controversias literarias que podamos datar de manera precisa; otra vez, algo que va más allá de las meras circunstancias. Han pasado a la poesía porque la voluntad creadora ha permitido a Malva “desimaginar para mejor reimaginar” (como aseguraba Bachelard). Leyendo Galápagos, me vienen, como eco, las palabras de Savater en “la soledad solidaria del poeta”: el libro de Malva Flores es un acto de sublevación contra los tres elementos que conforman la costumbre: resignación, renuncia, desistimiento. “Desde la soledad del poeta, apartado de la servidumbre utilitaria y de la mirada común que la necesidad impone, va brotando el canto que nos proporciona un antídoto de libertad contra el veneno de lo irremediable.” Además… “Desde su soledad trémula, el poeta comunica su nostalgia de la vida a quien se atreva a escucharle, sea quien fuere, a cualquiera dispuesto a admitir poéticamente el exceso desafiante de su propia soledad”.
Este valor agregado del texto desplaza un saber de carácter no ético, implícito en la evocación del viaje del Beagle y de las Contemplaciones de Hugo, a un saber patético, en el que el sujeto lírico (y, vamos, ¿por qué no ponerle nombre?) en la que Malva Flores describe su traslado desde o hacia la ciudad de México, o a una triste ínsula provinciana, tan Barataria como la cervantina y, como ella, tan insulsa, tan artificial, tan pagada de sí misma. Las islas evocadas no son simplemente Isabela, Santa Cruz, Fernandina, Española, San Cristóbal o Santiago, entre otras; podrían traducirse también como los espacios ajardinados en el interior de Ciudad Universitaria o también en el espacio de reclusión que para un poeta citadino constituye la provincia, el distanciamiento de los espacios de discusión y de poder concentrados en la capital de la república. Espacios alternos, cuya capilaridad se desequilibra en la medida en que, como las islas ecuatoriales, son espacios en los que la ley social (el espacio de convivencia y de tolerancia requeridos por la vida en colectividad) es sustituida por su elemental equivalente en el mundo natural: la ley del más fuerte, la lucha por la sobrevivencia. Corolario de ello, lo constituye el lamento por la pérdida del paraíso, ese sentimiento propio de la condición de exiliado en un espacio insular; en Galápagos es perceptible la resistencia para reconocer en la isla una Santa Elena propia.
Este excedente de sentido denuncia el carácter redundante de todo texto poético, perceptible en el regodeo de motivos, temas y recursos que forman una extensa tradición, ya que el mar y el exilio nos remontan desde el Ulises de Homero, y el Eneas de Ovidio, hasta los mismos personajes en la novela de Joyce o la poesía de Cavafis. De hecho, el cuarto libro de la Odisea nos muestra a un héroe que añora la patria. Dice Homero que a Odiseo: “No se (le) habían secado sus ojos del llanto y su dulce vida se consumía añorando el regreso (…) Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla desgarrando su ánimo con gemidos y dolores, y miraba al estéril mar derramando lágrimas”. Alguien podría sugerir aquí entonces la paradoja que condujo al califa Umar ibn al-Jattab (en el año 642) a destruir la Biblioteca de Alejandría: “si los textos repiten la doctrina del Corán, no sirven para nada. Si los libros no están de acuerdo con la doctrina del Corán, no sirven para nada”. Pero sí, los libros de poesía sirven para algo. ¡Ahora veremos para qué!
Al estudiar el motivo del exilio en Víctor Hugo y el duque de Rivas, la crítica inglesa Brigitte Leguen observa la obstinada presencia de motivos y recursos pero aunque “cada poeta… proscrito… vuelva a repetir, conscientemente o no, los gestos y el discurso de otros exiliados pertenecientes a otro tiempo y a otro lugar”, no obstante “la realidad poética dimana de una experiencia humana vivida y sufrida con dolor” y está atada a un lugar y un momento concretos (371 y 373).
¿Qué de las Galápagos le interesa a Malva? ¿Los pinzones? ¿Esas pequeñas aves canoras cuyas sutiles diferencias, engendradas por la necesidad de adaptarse a las condiciones específicas de cada isla, generadas mediante selección natural, aseguran su sobrevivencia? Pues bien, sean ardillas que simulan cantos, o aves con trino real, los poetas también son aves canoras y también están sometidos a leyes que, por naturales, parecen escapar a juicios de carácter moral. Dice en “Hambre”:
Enigmático, ¿no?, el rimo y tedio de la prosa que canta, subiendo por el árbol. Saltos como de pájaro para encantar al pájaro real, pero menguado por esa prosa tibia, cantarina.
Entre el pájaro real y el ave que allí canta, hay una sombra y hambre.
Pero cuando la lucha por la existencia, la ley del más fuerte y el exilio se personalizan, dejan de ser un simple motivo literario para convertirse en objetos poéticos construidos en torno a una experiencia, y con base en un lenguaje propio, personal. Este es un extra más (y ya perdí la cuenta de cuantos hemos añadido), colocado ahora bajo la perspectiva del significante: en la voz poética de la autora, los textos son una experiencia de lenguaje singular.
Anoche fue la hora en que nos despedimos sin tantos aspavientos. Al fin pudieron romper el eslabón. Ustedes, los que acá nos lanzaron, podrán sentarse a contar sus monedas tranquilos, a repartir prebendas o cántaros de flores: ese espejismo azul de los desiertos.
Pero en verdad ¿Importa? No les importa nada. Ni siquiera supieron que estábamos proscritos. Ni siquiera supieron que estábamos acá. Nunca fuimos ni un gramo de ira para ustedes y nosotros terminamos matándonos.
No obstante, el poeta se rebela ante el status quo, reconoce el poder del Censor (o del rey que va desnudo) pero pone en tela de juicio su actuación, sus métodos, sus valoraciones.
El censor de las islas ha vuelto a reprenderme por la misma razón: yo no conozco el mundo y aun lo borroneo con imágenes falsas.
Alguna vez lo quise como puede adorarse a los censores y busqué su atribulada compañía como si fuera un hermano de exilio.
Solo obtuve silencio porque un censor es un tifón vuelto contra sí mismo, un arrecife cercado de palabras que regresan.
En esencia, el libro alude a experiencias de desgarramiento, de nostalgia, de evocación del paraíso perdido. Y aunque deba vencer la tentación de poner nombres a los personajes, y de aterrizar la isla en lugares concretos, la experiencia poética los trasciende, para hablar no sólo acerca de la ciudad de México o Xalapa; acerca de controversias literarias que podamos datar de manera precisa; otra vez, algo que va más allá de las meras circunstancias. Han pasado a la poesía porque la voluntad creadora ha permitido a Malva “desimaginar para mejor reimaginar” (como aseguraba Bachelard). Leyendo Galápagos, me vienen, como eco, las palabras de Savater en “la soledad solidaria del poeta”: el libro de Malva Flores es un acto de sublevación contra los tres elementos que conforman la costumbre: resignación, renuncia, desistimiento. “Desde la soledad del poeta, apartado de la servidumbre utilitaria y de la mirada común que la necesidad impone, va brotando el canto que nos proporciona un antídoto de libertad contra el veneno de lo irremediable.” Además… “Desde su soledad trémula, el poeta comunica su nostalgia de la vida a quien se atreva a escucharle, sea quien fuere, a cualquiera dispuesto a admitir poéticamente el exceso desafiante de su propia soledad”.