Mudanza del árbol
Reseñas
Martin Heidegger ha escrito que el artista es el origen de la obra y la obra es el origen del artista. Ninguno es sin el otro, dice el filósofo. Así se pregunta“¿quién capta en el tiempo que se desgarra algo permanente y lo detiene en la palabra?” El poeta, aunque a veces pareciera como si nuestros días no concedieran espacio a este arte de cadenzas enlazadas. Y Malva Flores lo sabe, reconoce el despojo, pero continúa persistente y asume su compromiso con esta forma de expresión inherente a su ser en el mundo.
Como puede apreciarse en Malparaíso (Eldorado, 2003), Casa nómada (Joaquín Mortiz, 1999), Ladera de las cosas vivas (CNCA, 1997), Pasión de caza (Gobierno del Estado de Jalisco, 1993), su obra es un ejercicio permanente de introspección donde el símbolo emerge sin la rigidez del verso que busca la perfección métrica; consiente sólo una estrofa fi el a sí misma y subyuga la estructura del poema a encontrar la música de cada palabra, como los sonidos su lugar en un pentagrama listo para ser interpretado. En su más reciente libro, Mudanza del árbol, la poeta devela el trayecto que emprende el creador durante las largas horas de aridez que atrapan el pensamiento: el desconsuelo por el abandono de esa fuerza capaz de apoderarse de la página en blanco; la confrontación ensimismada; la angustia de saberse muda, inmóvil, carente de esperanza: “No tengo más palabras que estas/ piedras, obsoletas y sordas / de tan lisas. Se fue / el vocabulario por el río / sin que nadie dijera ‘agua / va’, ‘detente consonante’”. Mudanza del árbol cuenta una historia personal, pero simultáneamente describe las pulsaciones esenciales del proceso de escritura. Sus versos recuperan la lucha por dominar el tiempo traidor característico de nuestro momento histórico: sus trampas y los rituales enajenantes, así como el sufrimiento del creador cuando descubre sin conformarse huellas de los mismos en su devenir cotidiano. La poeta entonces se desdobla en varios rostros y toma para sí las ramas de ese árbol que cambia de figura sin perder la materia de su raíz, intacta a pesar de habitar un espacio fracturado. Para ella, el proceso de escritura requiere de una concentración que nos abandona como consecuencia del tiempo que se pierde en los afanes de nuestro siglo o en las otras satisfacciones de la vida. Este tiempo nos secuestra y se lleva toda reflexión, dejando sólo recorridos automáticos y el olvido de quienes hemos sido: “Tantas fueron las horas / para volver aquí / que todo cuanto dije ha borrado / su huella. No obstante, la autora extraña la música provocada por la convivencia de las hojas y el crujir de las ramas al ritmo que impone el viento; quiere ser como ese árbol que atrapa en su follaje el sonido y su significado. Quizá por eso, en cada estrofa de este libro muestra las fotografías de un pasado que se distorsiona y confronta al presente: “Nada regresa, nunca, / igual a cuando fuimos. / sólo nos queda el aire / este temblor de hojas”. El vértigo del reconocimiento engaña al creador y difumina la imagen que deben construir las palabras dispuestas en el poema con el ardor de quien no puede quedarse callado. No obstante, la noche, piensa la poeta, podría esatar el artificio e invocar la escritura, la idea primigenia, el cambio en la rutina de silencio: "Sólo de ver / se desvanece el día. / Y uno espera la noche / como si fuera un dije / que lo cambiara todo / transformara el cansancio / febril de nuestros huesos / ese dolor / intenso que nunca tiene nombre / pero ahí permanece / hinchando nuestras manos / acentuando / el perfi l de unos rasgos / que no se reconocen como propios. La poeta vence el cansancio y escucha al unísono las palabras que darán sentido a su expresión; luego las agrupa en dúos, tríos, coros; acude al ritual de escuchar las diferentes voces que pueblan su imaginación, ritual nocturno en el que la raíz identifica la oscuridad subterránea en la que puede volver al origen. Paradójicamente, llega así la lección de luz a la que se refi ere Gastón Bachelard, cuando recupera esa hora en la que todo hombre comprende su propio mensaje, “la hora en que, aclarando la pasión, el conocimiento revela a la vez las reglas y la monotonía del destino, el momento verdaderamente sintético en que, al dar conciencia de lo irracional, el fracaso decisivo a pesar de todo es el éxito del pensamiento”. Por ello, el árbol de Malva Flores cambia de geografía; se niega a permanecer por más tiempo en el valle donde crece la vegetación como en un laboratorio; su camino ahora es previsto por la luz que se filtra de las ramas a su centro. No importa la caída de las hojas ni si éstas se marchitan, mientras la raíz permanezca fuerte tendrá lugar la experiencia de la escritura, volverá la voz. La naturaleza puede ver en el lenguaje el origen de toda presencia. Las palabras ya no son calladas por la mente y buscan su ubicación en el poema. Pues, para nuestra autora, la poesía es el destino predicho por la baraja; una condena si permite la huida del sonido; una necesidad que desea la abandone si no tiene nada que decir, en tanto para escribir, dice Malva Flores, sólo debes hacerlo: dejar a la memoria volver, recurrir a la biblioteca de los sueños incumplidos: “Para escribir ‘café’ se necesita / traer a la escritura de regreso. / No hay mucho qué decir. / Sólo basta probarlo y aparece / la rueda giratoria del recuerdo: / mi infancia / rodeada de cafetos / en la hacienda vecina, / las tardes bochornosas / después del aguacero, / el salto de la verja y el hurto sigiloso / —el sabor en la boca / de aquel oscuro fruto / que hoy es melancolía”. La escritura será testimonio de la caída de las hojas, de la vida que se deshidrata cerca del tronco, una vez parte de su propio cuerpo. Es la búsqueda por recuperar la esencia de la palabra. No el uso ordinario de los sonidos, sino el sentido que reafi rma identidades. Así, Malva Flores abre sus ojos y reconforta a la raíz que casi muere con la poda de los sueños: sobrevive al mundo de lo inmediato, a la emergencia de ser lo que en otro tiempo fue real; supera la confusión que niega su verdadera voz, la del poeta capaz de reinventar las ramas del árbol y sostenerlas en el aire, versantes: “Me siento nuevamente / en la piedra de entonces / y veo la mancha azul, la nube / que se acoda en la cima / tan verde. Tal vez / se encontrará algún mar / del otro lado.” Para los lectores, Mudanza del árbol encierra el significado de ser el origen de la obra; para su autora es una nueva toma de protesta. Promete aquí seguir en la disciplina de hacer venir las palabras, porque el silencio es la muerte de esa raíz que prevalece en el intento de continuar creando. |
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